Os vamos a proponer algo que, nos tememos, añadirá más dudas que certezas a nuestro afán por construir un espacio pedagógico. Y, paradójicamente, quizás es esta duda la que nos empuja y nos mantiene con alguna certeza en este camino. Precisamente porque consideramos que cualquier espacio pedagógico está necesariamente gobernado por la incertidumbre dado que la pedagogía, si se entiende desde una perspectiva crítica, respetuosa y comprometida con el entorno y la diversidad, no puede más que acoger el dilema y asumir la complejidad como medio.
Desde esta posición apareció en nuestros debates la idea de lo salvaje como herramienta para atravesar la incertidumbre en nuestros pensamientos y nuestras prácticas. En primer lugar porque nos creemos salvajes o, hablando con más precisión, nos han hecho sentir salvajes. Malas hierbas que crecemos en los caminos, en los márgenes, hijas de la disidencia y el antagonismo. Maestras ignorantes en una civilización regida por el rendimiento y la producción a cualquier precio. Nómadas exploradoras que nos resistimos a establecernos en estos sistemas de la Cultura y la Educación (en mayúsculas) que se han convertido caballos de Troya de unas políticas al servicio de una civilización mercantilizada hasta la indecencia.
Apelando a nuestros temores iniciales, tenemos claro que la palabra “salvaje”, además de ser un término no muy original en el contexto de la pedagogía, es un concepto ambiguo que puede servir para defender posiciones divergentes e incluso contradictorias. Lo salvaje nos evoca a algo no domesticado; lo que crece sin cultivar; lo que está fuera de control y desborda los marcos previstos; la desobediencia; lo que es agreste, desconocido; alguien con falta de educación; el lobo y la “fera ferotge”; algo cruel, violento; o a la falta de humanidad; lo que es virgen, ancestral, auténtico que emerge y se desarrolla de forma natural. Es esta misma polisemia la que nos atrae y nos hace intuir que es la palabra adecuada para abordar la construcción de un lugar tan complejo como el que nos proponemos.

Una primera aproximación a lo salvaje en relación con las pedagogías aparece, de forma casi automática, desde la literatura y, en general, desde el imaginario cultural que se pone en juego en la crianza desde edades muy tempranas. Gran cantidad de cuentos, películas, canciones y juguetes que hacen referencia al mundo salvaje de forma literal: la selva y el bosque con todas las criaturas que lo habitan. En algunos casos civilizándolo, en otras idealizándolo. Desde los Cuentos de la selva de Quiroga a Babar pasando por la Caperucita Roja, los peluches dulcemente salvajes que tomaban vida en las aventuras de Winnie the Pooh o Pinocho, el niño-títere que surgió de un tronco que gemía cuando lo querían cortar. Tan sólo hay que repasar las bibliotecas y los cajones de juguetes de las escuelas o las casas con niños y niñas pequeñas, para darse cuenta de hasta qué punto los animales salvajes están presentes en sus vidas, y las nuestras.
En la misma dirección, pero en sentido contrario, encontraremos todo el imaginario de los niños perdidos en el bosque o la selva que, además del mito pedagógico que han supuesto casos como el de Víctor de Aveyron (l’Enfant sauvage), ha generado multitud de famosos relatos como El libro de la selva, Tarzán, Orzowei … O Petter Pan que vive en Neverland, el país que se disputan los niños perdidos, los piratas, los indios y las fieras. ¿Cuál de estos cuatro grupos no consideraríamos salvajes ahora mismo?
Nos sentimos salvajes, también, por esta inclinación a hacer el camino andando. Caminando, como decía Thoreau, hacia los campos y los bosques. Porque intuimos que encontraremos más respuestas allí donde el camino se vuelve confuso, invadido por las malas hierbas que han podido crecer con libertad. Caminar y pensar o pensar caminando, como el camello que rumia mientras camina. Y así caminando empezamos esta aventura. El año 2018 pusimos en marcha un grupo de lectura sobre pedagogías conformado por personas de perfiles y relación con las pedagogías muy diversas. El prototipo era bastante básico: encontrarnos semanalmente para, a partir de pequeñas lecturas, compartir merienda y tertulia. Este grupo de lectura formaba parte de la Universidad de Barrio Autogestionada en el barrio de Benimaclet en València. El lema con el que se presentó esta universidad libre, en su primera, y única, convocatoria, fue “Sembremos entre la maleza”. Esta idea, aparentemente contradictoria, de una educación o unas culturas salvajes, es, en parte, lo que nos impulsa y nos confunde a la vez.

Es en el marco del grupo de lectura que hemos ido constatando que la tradición pedagógica ha vinculado la educación con algunas ideas que podríamos relacionar con lo salvaje, en sus acepciones ligadas a las ideas de libertad, antagonismo cultural o retorno a mundo natural. Quizás las que tenemos más presentes empiezan con Rousseau y se extienden con la escuela moderna y la escuela activa, con Montessori, Ferrière, el método natural de los Freinet o la escuela anarquista de Ferrer y Guardia. Toda esta tradición, como si se tratara de un terremoto, generó multitud de réplicas que han llegado hasta nuestros días de forma más o menos crítica, más o menos idealizada.
Pero a pesar de esto el sistema educativo hegemónico se ha ido aferrando a un modelo social de servicio que detrás de una supuesta idea de justicia social, que se cumple en parte, se ha convertido en una potente maquinaria al servicio de un sistema capitalista salvaje (aquí otra acepción del término, quizás la más brutal) que a la vez que funciona como guardería (¡de los cero a los dieciséis años!) tiene como objetivo principal programar a niños y niñas para que se conviertan en trabajadoras productivas, consumidoras obedientes y participantes democráticas acríticas, tal como lo somos sus padres y madres a los que nos han dicho que no tenemos más remedio que lanzar a nuestros hijos en este sistema. Un modelo educativo que, como dice Meirieu, se dedica a fabricar personas como si fueran objetos. Pequeñas criaturas, como la del Dr. Frankenstein, hechas de pedazos mal cosidos a los que se da vida por medio de una Ciencia y que luego se abandonan en la selva de la civilización en la que cada una sobrevive como puede, a menudo violentamente. Si sobrevive.
Una de las réplicas de la que hablábamos, quizás las más críticas, ha tomado forma en multitud de experiencias de espacios y modelos educativos que se revelan a esta condición de una educación-factoría para convertirse en una educación al servicio de la vida y de la formación de personas autónomas, diversas y críticas. Se trata de lo que nos referimos a menudo con términos como educación libre o educación viva. Experiencias de grupos de crianza, tribus, escuelas del bosque, comunidades de aprendizaje, etc. La mayoría habremos oído hablar alguna vez de experiencias muy reconocidas como Summerhill, Sudbury, las escuelas de Reggio Emilia o “El león dormido” de los Wild. Los modelos y las perspectivas son muy diversas, incluso divergentes y contradictorias, pero probablemente todas tienen en común el deseo de abordar, en la praxis, una cierta revolución copernicana de la educación en que se cuestionan los centros y las órbitas en la pedagogía .
Un deseo de revolución que describió de forma contundente Jean Vigo a su film “Zéro de conduite” en 1933 y que más tarde encarnó de forma magistral nuestra querida Pippi Långstrump.

Y si encontramos que en la pedagogía es confusa, al tiempo que sugerente, la idea de lo salvaje, qué decir cuando nos ponemos a abordarla desde la cultura. Probablemente, hablar de unas culturas salvajes se trata realmente de un oxímoron. La cultura es precisamente lo que nos define como civilización, por tanto que nos aleja de nuestra condición salvaje. Pero a la vez, es bastante evidente que lo que a menudo más nos atrae de la cultura es su carácter salvaje, ya sea por una acepción etnológica referida a la identidad, la cultura popular, como una idea de la cultura transgresora, disidente e incluso (que todos los santos del anticapitalismo nos perdonen) innovadora.
Son evidentes ciertas tendencias políticas, intelectuales y artísticas que proponen una revisión de nuestra civilización para volver a establecer relaciones más saludables (en términos políticos) con la ecología y los procesos naturales desde prácticas claramente culturales (agricultura, gastronomía, arquitectura, cuidados, etc.). No es extraño pues encontrar proyectos artísticos como el que, bajo el título “Son los microorganismos los que tendrán la última palabra”, el colectivo nyamnyam explora las relaciones entre los fermentos alimenticios y la organización política de comunidades que transitan los caminos los márgenes. O la relevancia política y académica que toman discursos ecofeministas como los que promulgan investigadoras como Yayo Herrero sobre el conflicto capital-vida.
Pero por otra parte, es precisamente en las culturas vinculadas a los feminismos interseccionales que aparecen multitud de propuestas y respuestas a la necesidad de hacer reconocer identidades disidentes en relación con el género, las sexualidades, las migraciones o como una forma de reivindicar la necesidad de combatir el hetero-patriarcado, ciertas nociones de afectos, amores y familias y los derechos de las personas migradas o racializadas. Evidentemente hablamos también de la teoría queer, los movimientos antirracistas, decoloniales, etc. Aquí el término salvaje puede convertirse en algo tan ofensivo como reivindicativo. De hecho el mismo término queer (que significa raro, estrambótico) es fruto de un dilema semántico parecido.
Pero no podemos evitar constatar que una tendencia inherente de gran parte de la mayoría de prácticas culturales, en especial aquellas que se enmarcan en los ámbitos de las artes y el pensamiento, es la de domesticar cualquier expresión salvaje de la cultura. Algo parecido al clasicismo punk del que habla Marina Garcés. Si, como decíamos, la escuela es una poderosa máquina al servicio del capitalismo salvaje ¿qué decir de las instituciones culturales? La cultura se ha convertido en recurso, y por tanto el sistema tiene que encontrar formas de extracción, conservación y explotación que los hagan rentables. Rentable para quién? La respuesta quizás es compleja, pero intuimos que nos hablará de beneficios no demasiado respetuosos con el entorno ni que generen regalías para el 99% de la humanidad.
No, no podemos defender una Cultura, como no podemos defender una Educación, en mayúsculas, que entendemos como dispositivos capitalísticos. No, a pesar de que sabemos que la respuesta a muchas de nuestras dudas probablemente se encuentra en tantas prácticas y propuestas que se traman desde los bosques y las selvas más remotas de la cultura. A pesar de que adoramos y nos nutrimos del espíritu salvaje de tantas artistas, tantas intelectuales y activistas culturales que viven en el tránsito permanente entre los márgenes, las instituciones y el mercado. No, no podemos defender la Cultura porque se ha convertido también en una maquinaria de domesticación, explotación y consumo brutal. Una prisión en la que nos cierran y manipulan para completar la tarea adoctrinadora de la Escuela. Un potente dispositivo que expulsa y precariza todo aquello que no le es rentable, pero que paradójicamente la alimenta.
Desde estas ideas, intuiciones y dudas, queremos poner en marcha una escuela de pedagogías. Una escuela para madres, padres, maestros, artistas, vecinas y cualquier persona interesada en este dilema. Le llamamos escuela porque nos resistimos a entregar definitivamente la palabra a este sistema. El deseo es aprender, compartir, reflexionar e investigar sobre cómo atraviesan las pedagogías nuestras vidas. Y como estas pedagogías encarnan en acciones y proyectos artísticos comprometidos que nos pueden ayudar a resolver o, al menos, a abordar con honestidad nuestras dudas y nuestras contradicciones. Una escuela para compartir incertidumbres, saberes, experiencias (exitosas o no), profundizar, debatir y generar conocimiento. Una escuela que nos ayude y nos de herramientas para abrir espacios libres con las niñas y niños. Y esta escuela será una fiesta, o no será.
Así es, hemos decidido organizar una fiesta. Porque nos parece la manera más honesta de compartir conocimientos, saberes con personas y colectivos que acumulan experiencias que nos parecen muy valiosas y que nosotros conectamos con la actitud salvaje que nos impulsa. Pensamos en una fiesta larga de dos o tres días en el espacio de La Figuera: la Escuela Meme una vieja alquería en desuso convertida, hace ocho años, en espacio comunitario en el barrio de Benimaclet en València
Queremos reivindicar la fiesta como espacio de generador de conocimiento. Normalmente la asociamos a una celebración o un encuentro que dura algunas horas. La asociamos a un componente completamente lúdico, donde los excesos o pequeños o grandes placeres sensitivos excepcionales suelen marcar el carácter del evento. Es un espacio de tiempo en el que parece que pretendemos desconectar, aparcamos nuestras vidas, nuestras preocupaciones, con el objetivo de sentirnos felices aunque sea temporalmente. Pero en una fiesta probablemente es cuando más conscientes somos de nuestra presencia y de las relaciones que establecemos con los que nos rodean. También es cuando las conversaciones fluyen de forma más natural y sincera.
Así que, si os apetece, nos encontraremos, para charlar, escuchar y debatir, para conocer e imaginar, pero también para bailar, comer y beber, para compartir lecturas y películas, para escuchar música o salir a pasear por el barrio, para perdernos por la huerta, para disfrazarnos, para actuar, para hacer, para sentir.
Es evidente que en el momento de incertidumbre que nos encontramos, la idea de una fiesta puede parecer una quimera o una irresponsabilidad. Una quimera, tal vez sí, pero no pretendemos ser en absoluto irresponsables. Somos conscientes del momento y de los peligros que puede conllevar una actividad de este tipo actualmente, y por lo tanto hemos previsto un formato mixto de encuentros que comenzará con unas pequeñas fiestas virtuales (en formato radio por streaming) y que conformarán un cuerpo de reflexión que darán pie a la organización de una fiesta presencial en una fecha más alejada, que se irá confirmando o aplazando en función de la coyuntura. En todos los casos tomaremos todas las medidas necesarias, y si es necesario, haremos de la debilidad virtud imaginando otras formas de encontrarnos.
